Aquella
tarde soplaba una ventolina húmeda, mientras sus cuerpos semidesnudos retozaban
sobre la arena mullida y desgranaban risas cómplices. Ella quedó tendida boca
arriba, con su discreto bañador negro algo descolocado, atenta a los graznidos
de las gaviotas y a las figuras esponjosas que viajaban a través del cielo azul
turquesa. Él la observaba complacido, intentando recuperar el poco hálito que
le quedaba tras el encuentro. Se incorporó entonces con cierta dificultad, agarró
su brazo tembloroso y tiró de él con dulzura: “¿Me acompañas?” susurró, y ella
asintió con una amplia sonrisa. Recogieron sus sombreros de paja y ataviados
con los respectivos bastones, estrecharon sus manos octogenarias y caminaron
juntos por la orilla. Aquella tarde soplaba una ventolina húmeda, cuando se
adentraron en el vasto océano hasta que los sombreros quedaron flotando.
Este es mi castillo particular. En él existen pasadizos, habitaciones, sótanos y cientos de escaleras que viajan a través de todas las dimensiones conocidas o no... Aquí podréis encontrar toda clase de historias que, poco a poco, constituyan la fortaleza que pretende ser este blog. Un jardín propio donde plantar las semillas que germinarán en cuentos.
domingo, 6 de noviembre de 2016
El Carmen de la Victoria
Este Carmen huele a ocre, madera que crepita con el fragor
de las llamas. Sabe a hierba fresca que cruje entre las fauces de un minotauro
perdido. Suena a primavera perenne: pájaros que intercambian leyendas, el
discurrir eterno del agua y una campana distante que llora. Los troncos de los
árboles conforman los cimientos de esta fortaleza, coronada por verdes lanzas
que retan a la bóveda celeste. Su roce chartreuse y ámbar acaricia la piel de
los allí presentes; infinidad de texturas que convierten a este Carmen en un
universo paralelo ubicado en otra época, en otro lugar: Un Carmen sinestésico.
Afilación
Incomprensión. Ese es exactamente
el sentimiento que me corroe las entrañas cada vez que alguien me pregunta a
qué me dedico. Podría adornarlo con alguna floritura (debo confesar que alguna
vez lo he intentado); podría transmitir de alguna forma la solemnidad de mi
oficio; la cúspide que llego a alcanzar cada vez que introduzco un lápiz en su
caja y lo envuelvo con la misma delicadeza de un capullo de seda fabricado para
albergar una vida… No me entienden.
A mis manos llegan lápices
insulsos, destartalados, sucios, mordisqueados… ¿Quién puede ser tan cruel como
para destrozar la punta de un lápiz con sus propios dientes? Me gusta realizar
una especie de ceremonia. La habitación… ventilada, la mesa… impecable. Todo el
material de trabajo perfectamente alineado. Y entonces, solo entonces, comienzo
mi labor:
Agarro el lápiz con precisión y
lo engancho en el molde para poder deslizar la cuchilla cómodamente. Me gusta
poner música. Y varía según el tipo o el material del que, a fin de cuentas, es
mi verdadero cliente. Clásico, blues, incluso reggae… Pero la gente no
comprende mi oficio. Solo unos pocos privilegiados, cabezas pensantes, aprecian
mi trabajo y me pagan por ello. “Afilador de lápices” dice mi documento de
identificación, pero yo en realidad no me dedico a afilar sin más: extraigo su
alma para regocijo de los propios dueños…y del mío propio.
Por eso cuando alguien pone esa
cara de idiota al escuchar a qué me dedico, saco a mi Persival y se lo enseño
dulcemente. Luego agarro la mano de mi interlocutor y se lo clavo en mitad de
la palma... Siempre consigo que vean sobresalir la punta por el reverso de su mano.
Evangelio
Destrozaban su carne a cada latigazo. Los bigotes tímidos de los verdugos ocultaban su debilidad y los turbantes tapaban el miedo a desobedecer las órdenes. El azotado solo se esforzaba por respirar. Seguía sin entender porqué llamarse Jesús era un problema.
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