Incomprensión. Ese es exactamente
el sentimiento que me corroe las entrañas cada vez que alguien me pregunta a
qué me dedico. Podría adornarlo con alguna floritura (debo confesar que alguna
vez lo he intentado); podría transmitir de alguna forma la solemnidad de mi
oficio; la cúspide que llego a alcanzar cada vez que introduzco un lápiz en su
caja y lo envuelvo con la misma delicadeza de un capullo de seda fabricado para
albergar una vida… No me entienden.
A mis manos llegan lápices
insulsos, destartalados, sucios, mordisqueados… ¿Quién puede ser tan cruel como
para destrozar la punta de un lápiz con sus propios dientes? Me gusta realizar
una especie de ceremonia. La habitación… ventilada, la mesa… impecable. Todo el
material de trabajo perfectamente alineado. Y entonces, solo entonces, comienzo
mi labor:
Agarro el lápiz con precisión y
lo engancho en el molde para poder deslizar la cuchilla cómodamente. Me gusta
poner música. Y varía según el tipo o el material del que, a fin de cuentas, es
mi verdadero cliente. Clásico, blues, incluso reggae… Pero la gente no
comprende mi oficio. Solo unos pocos privilegiados, cabezas pensantes, aprecian
mi trabajo y me pagan por ello. “Afilador de lápices” dice mi documento de
identificación, pero yo en realidad no me dedico a afilar sin más: extraigo su
alma para regocijo de los propios dueños…y del mío propio.
Por eso cuando alguien pone esa
cara de idiota al escuchar a qué me dedico, saco a mi Persival y se lo enseño
dulcemente. Luego agarro la mano de mi interlocutor y se lo clavo en mitad de
la palma... Siempre consigo que vean sobresalir la punta por el reverso de su mano.
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